En el cielo de Marte (en pdf)


Jesús Salvador Giner


Todos sabemos qué aspecto tiene el cielo en la Tierra, tanto de día como de noche. En el primero caso es de un azul intenso adornado con las ocasionales nubes, las cuales lo pueden transformar por completo si son suficientes y lo bastante compactas y húmedas. Por la noche el cielo es de un negro puro (o lo era, al menos), moteado por los puntos brillantes que son las estrellas. En un futuro, cuando viajemos a Marte, ¿qué se verá en su cielo?. ¿Guarda alguna similitud con el de la Tierra?

Para entender qué cielo puede observarse en Marte, o en cualquier otro mundo del Sistema Solar, ya sea planeta, luna, asteroide o cometa, antes es necesario comprender por qué en la Tierra el cielo es como es y cuáles son los factores que determinan que sea así y no de otra manera.

La atmósfera es la principal responsable de las características del cielo diurno y nocturno. Hace 4.500 millones de años, sin embargo, cuando la Tierra era muy joven, la atmósfera era bastante diferente a la que vemos hoy. En la actualidad nuestra atmósfera es oxidante, esto es, rica en oxígeno, a consecuencia de la actividad de los seres vivos (fundamentalmente plantas) que expulsan este gas como producto de la fotosíntesis, el proceso que ellos emplean para obtener energía. Pero en el pasado remoto la atmósfera no era oxidante sino reductora, o sea, rica en hidrógeno. El hidrógeno es un gas liviano, y es necesario que un planeta sea muy grande (por ejemplo, Júpiter) para que retenga este gas en su atmósfera. La Tierra hoy en día no conserva nada de hidrógeno, puesto que es un planeta pequeño y carece de la gravedad suficiente. Hace 4.500 millones de años, por el contrario, el hidrógeno aún no se había perdido al espacio, y la Tierra era un núcleo sólido rodeada por una envoltura de gas de hidrógeno (y helio en menor medida, otro gas liviano). Si hubiera habido entonces alguien mirando el cielo se habría aburrido enseguida; sólo un manto informe de gases, desplazándose rápidamente de un lugar a otro. Sólo los impactos de meteoritos, ocasionales y peligrosos, darían algo de emoción a la observación de los cielos de la primitiva Tierra.

Unos cuantos millones de años más tarde, nuestro planeta se despojó por completo de su caparazón de hidrógeno y helio debido a que el Sol emitía un intenso viento solar, producto de las reacciones nucleares de su interior, que limpió sus cercanías de gases ligeros, como el hidrógeno y el helio, que fueron a parar a las afueras del Sistema Solar y se unieron a los planetas gigantes. No obstante, la Tierra era joven, y su superficie estaba inquieta. Los impactos de meteoritos la habían agrietado y herido por todas partes, y a través de ellas surgía lava y gases como el dióxido de carbono, nitrógeno, vapor de agua, etc. Todo ello unido a la gran actividad geológica y atmosférica, con rayos descomunales y la llegada a la superficie de la radiación ultravioleta del Sol, conferían al cielo de la Tierra un aspecto un tanto amenazador (figura 1).

Figura 1: posible aspecto de la Tierra durante la etapa de intenso volcanismo y bombardeo meteorítico hace aproximadamente 4.000 millones de años. (NASA)

 

Fue necesario un periodo de tiempo mucho mayor para que la atmósfera terrestre cambiara de nuevo, y pasara del estado anterior al actual. Ahora la Tierra posee una atmósfera que es perfecta para las formas de vida que la habitan. Su composición (al nivel del mar) está claramente dominada por el nitrógeno (el 78 por ciento) y el oxígeno (20 por ciento). Argón, dióxido de carbono, vapor de agua y neón son los restantes componentes principales. De ellos, el dióxido de carbono encierra la clave para entender por qué el cielo en la Tierra es de la manera que conocemos.

El dióxido de carbono está relacionado con la temperatura media de la Tierra. El efecto invernadero nos dice que la luz que nos llega del Sol penetra la atmósfera terrestre y alcanza la superficie del planeta fácilmente, porque tiene una longitud de onda concreta. Pero después parte de la luz que llega a la superficie rebota, se convierte en calor y cambia de longitud de onda. Sin embargo, este calor no escapará al espacio, sino que quedará retenido en la atmósfera porque esta es opaca a esas longitudes de onda. El dióxido de carbono favorece el efecto invernadero, porque es un gas termoactivo. Cuánta mayor cantidad de dióxido de carbono haya en la atmósfera mayor capacidad tendrá esta de retener calor, y por tanto su temperatura aumentará. A grandes rasgos es lo que le ha sucedido a nuestro vecino Venus, aunque a enorme escala; tiene tanto dióxido de carbono en su atmósfera que la temperatura ha ido subiendo sin parar, hasta llegar a más de 400 grados centígrados. Allí el cielo es tremendo. Una asfixiante capa gaseosa de kilómetros de espesor de dióxido de carbono lo envuelve todo, el Sol es invisible y sólo son observables, en la distancia, las ondulaciones del paisaje producto de las altísimas temperaturas, capaces de fundir el estaño.

En la Tierra, por su parte, el dióxido de carbono forma parte de la atmósfera en cantidades justas, sólo las necesarias para mantener el equilibrio de temperaturas entre el día y la noche.

El cielo diurno es azul por un motivo bien sencillo: las moléculas de aire presentes en la estratosfera (la región de la atmósfera situada justo por encima de la troposfera, capa a partir de la superficie donde tienen lugar los fenómenos meteorológicos) son especialmente buenas en dispersar una parte concreta de la luz que nos llega del Sol. Por algún motivo tiene especial predilección por el color azul y violeta, y se encargan gustosamente de, digamos, expandir estas coloraciones por doquier, con el resultado de ese cielo azul profundo y luminoso, que podemos encontrar en los días claros de invierno, por ejemplo. Esta dispersión no afecta apenas al resto de la luz, a las otras longitudes de onda, aunque sí es posible observar cambios en los atardecer y amaneceres. Como entonces la capa de aire que la luz del Sol ha de atravesar es más espesa, la dispersión que efectúan las moléculas de aire estratosféricas tiende a afectar sobretodo a la parte de la luz de longitud de onda más larga (más hacia el rojo en el espectro), de modo que en esos instantes el cielo no es azul, sino rojo o anaranjado. Y es una suerte.
Pero ¿por qué por la noche vemos las estrellas y el cielo es negro? Bien, esto está relacionado en primer lugar con la misma naturaleza de la atmósfera, y en segundo lugar con un hecho cosmológico intrigante. La atmósfera, según hemos dicho, es transparente a la luz solar, por lo que también lo será en el caso de las estrellas, que a fin de cuentas son las hermanas del Sol. Generalmente, cualquier cuerpo que posea luz propia o que refleje suficientemente la de otros será visible en el cielo nocturno. Obviamente, la noche existe porque el Sol no está presente en el firmamento. Si la Tierra tardase lo mismo en girar sobre sí misma que en torno al Sol no habría noche, y nunca hubiéramos visto las estrellas.

El hecho cosmológico que citábamos es la llamada Paradoja de Olbers, puesto que fue Heinrich Wilhelm Olbers (1758-1840), un médico y astrónomo alemán, el primero en proponer y discutir científicamente la siguiente pregunta: ¿por qué el cielo nocturno es negro? La respuesta tardó en llegar, y no es sencilla de comprender. Esta cuestión merece un artículo aparte, pero para nosotros basta saber simplemente que la noche es oscura porque no llegamos a ver la luz de las estrellas que están infinitamente lejos. Como la luz tiene una velocidad finita, cada línea de visión desde la Tierra no ve una estrella porque en esas zonas la luz aún no ha llegado a la Tierra.

Hay también otros factores que determinan el aspecto del cielo de la Tierra, como es lógico, pero es ya el momento de abandonar nuestro mundo y dirigirnos hacia el planeta rojo y descubrir qué cielos nos esperan allí.

Marte es el planeta más parecido a la Tierra de cuantos hay en el Sistema Solar, fundamentalmente en cuanto a características orbitales, ya que el día en Marte tiene casi exactamente la misma duración que en la Tierra (24 horas y 37 minutos) y su eje de rotación está inclinado casi lo mismo que nuestro planeta (unos 25º), de modo que allí también hay estaciones. Las diferencias son, sin embargo, muchas. Es más pequeño (sólo 6.792 kilómetros, apenas la mitad de la Tierra), menos masivo (una décima parte) y por consiguiente tiene una gravedad superficial menor (un tercio de la de la Tierra), y además está bastante lejos del Sol (228 millones de kilómetros, en lugar de los 150 millones de la distancia Tierra-Sol). Su atmósfera es muy tenue, con una presión de menos de una centésima la terrestre.
Asimismo, una vez en superficie descubriríamos cosas raras. En primer lugar, que no podríamos respirar, puesto que Marte carece de oxígeno (sólo corresponde al 0,13 por ciento del total) y el nitrógeno es muy escaso (el 2,7 por ciento). Por el contrario, el dióxido de carbono domina por completo, ya que su proporción es del 95,3 por ciento, de modo que un ser humano, o cualquiera de los seres vivos terrestres "normales" moriría al poco tiempo en la superficie marciana sin la debida protección. El segundo aspecto curioso sería que notaríamos un frío terrible. Una temperatura "agradable" en Marte no bajaría de los 30 grados negativos, y serían habituales los -60º o -70º C. Aunque hay zonas (la región ecuatorial) y momentos concretos en los que la temperatura supera o alcanzan los cero grados, en general puede hablarse de Marte como un planeta tan templado como los peores y más fríos lugares de la Tierra (figura 2).

Figura 2: la superficie de Marte, en una fotografía de 1976 de la nave Viking, posada en Chryse Planitia. La roca que se observa fue bautizada como "Big Joe", mide unos 2 metros de largo y se hallaba a unos 8 metros de la nave. Pese a la apariencia de tórrido desierto, las temperaturas registradas fueron entonces de varias decenas de grados negativos. (NASA-JPL)

 

Igualmente, aunque quisiéramos dar un agradable paseo matutino (con traje espacial incluido, por supuesto), deberíamos tener cuidado con la meteorología marciana. No porque exista la posibilidad de que nos pille la lluvia, puesto que en Marte no ha habido agua desde hace algunos millones de años, sino por los vientos. Las velocidades típicas del viento a nivel de superficie son de unos 40 kilómetros por hora, similares a las de un viento ligeramente molesto en la Tierra. En esas condiciones sí se podría caminar, más o menos tranquilamente, por la superficie marciana, pero hay momentos en los que se producen cambios importantes, sobretodo cuando el planeta se halla en la parte de su órbita más cercana al Sol. Entonces, quizá porque recibe más energía de la estrella y su superficie se calienta más, se forman imponentes tormentas de polvo que dejarían en ridículo las que se producen en los desiertos terrestres. En efecto, en esos casos (documentados por las sondas Mariner y Viking) el viento alcanza unas velocidades de entre 200 y 300 kilómetros por hora, levantando del suelo una gran cantidad de polvo, que se convierten en duraderas nubes que, de fundirse entre sí, pueden envolver al planeta por completo. Fue curioso (y frustrante a la vez) comprobar en 2001, justo cuando Marte se hallaba muy cerca de la Tierra y era posible observarlo con detalle, que una tormenta de dimensiones planetarias difuminó la superficie por completo y borró cualquier característica visible.

De manera que no resulta demasiado atractivo para uno estar en la superficie del planeta rojo. Pero para los científicos la cosa es diferente. Marte es un mundo muy interesante, en el que los astronautas que hasta allí se dirigieran podrían realizar muchos experimentos y pruebas de importancia capital para poder entender mejor su geología y su (posible) biología. Dependiendo de la región del planeta en que estuviéramos su superficie sería de una forma u otra. En las zonas volcánicas de la llanura Tharsis, en la zona ecuatorial del planeta, la vista sería espectacular, con los domos de los volcanes sobresaliendo majestuosamente por la línea del horizonte. En las regiones polares una gran extensión de hielo, alternado constantemente por capas de material oscuro, formarían una especie de bandeado bicolor que se extendería a través de centenares de kilómetros. En el cañón del Vallis Marineris, por su parte, la vista sería igualmente imponente; una gran grieta, de miles de kilómetros de extensión y hasta siete kilómetros de profundidad, atravesaría la superficie del planeta, y si nos encontráramos en su interior, sería preciso elevar casi hasta el cenit la mirada para poder observar el cielo. Aunque incluso en otras zonas menos espectaculares la vista es igualmente estupenda (figura 3). Sólo por poder contemplar un desierto de guijarros y pedruscos y una superficie polvorienta y rojiza (por el óxido de hierro que contienen) como la que captaron las cámaras de la sonda Mars Pathfinder en 1997 o las de los dos robots Spirit y Opportunity, desde el año 2004, ya vale la pena hacer el viaje hasta allí.

Hay que tener en cuenta que Marte, al carecer en primera instancia de tectónica de placas (al menos según lo que sabemos actualmente) y de una atmósfera lo suficientemente densa para conservar el agua, que es un fantástico agente erosivo, la erosión que sufre la superficie está determinada, en la actualidad, por los vientos y las diferencias de temperatura entre en el día y la noche y las estaciones. De modo que lo que se ve en el suelo de Marte es el resultado de la acción de estas fuerzas de erosión, que se limitan sobretodo a pulverizar las rocas pequeñas y convertirlas en polvo. Las rocas mayores, con el tiempo, también pueden ser fragmentadas en pedazos más pequeños y desmenuzadas a largo plazo. En un hipotético paseo por Marte, habría que tener cuidado con las rocas, puesto que como no han sido erosionadas como en la Tierra (la acción del agua, por ejemplo, tiende a redondearlas), tendrían unos bordes especialmente afilados, capaces de desgarrar el traje espacial, con fatales consecuencias para su ocupante... .

Figura 3: la superficie de Marte, vista a través de las cámaras de la sonda Mars Pathfinder en 1997. Se aprecian muchas rocas de diferentes tamaños y formas, y una densa capa de polvo. (NASA-JPL)

 

Pero, ¿y el cielo? ¿Qué veríamos en el cielo de Marte por el día y en la noche? Durante el día la luz que llega del Sol (el cual sería un disco con un tamaño de 2/3 el que tiene en la Tierra) es difundida por la débil atmósfera del planeta. Pero, al contrario que en la Tierra, el cielo de Marte no es azul, sino rojizo, o más bien, de una coloración terrosa. ¿Por qué? Pues debido a que las partículas que componen la atmósfera de este planeta dispersan con mayor facilidad los longitudes de onda cortas (fundamentalmente rojas y anaranjadas). También es cierto que depende de las circunstancias; durante una tormenta de polvo la tonalidad del cielo sería de un naranja arcilloso intenso, pero en momentos en los que haya menor cantidad de partículas de polvo en suspensión, el color del cielo marciano puede ser incluso ligeramente azulado, aunque mayoritariamente se distingan los tonos terrosos.

A lo largo del día el cielo de Marte es un poco borroso, como desvaído, similar a esos días nubosos y húmedos en la Tierra. Pero si echáramos un vistazo el Sol sería claramente visible, aunque menos luminoso y grande, por efecto de la mayor distancia del planeta a la estrella. Ocasionales nubes se interpondrían entre nosotros y el cielo (figura 4), de muchas formas y tamaños, como cúmulos, estratos y cirros y nubes altas similares a las que observamos en la Tierra.

Figura 4: nubes de Marte, formadas por hielo de agua y partículas de polvo. Imagen de la sonda Mars Pathfinder. (NASA-JPL)

 

De vez en cuando serían visibles hechos un poco curiosos. Dependiendo de la situación geográfica en la que estuviéramos, podríamos contemplar como aparecerían en el cielo puntos de luz que lo atravesarían de extremo a extremo, y que repetirían su trayectoria periódicamente. Algunos serían más brillantes y duraderos que otros, y las gentes de Marte poco informadas se preguntarían sin duda qué estaban viendo. Debido a la exploración humana de Marte desde la década de los años sesenta del siglo pasado, se han enviado sondas y naves no tripuladas al planeta para su estudio. Unas pocas se estrellaron en la superficie incontroladamente (como la recientes Mars Polar Lander), pero otras entraron en órbita alrededor del planeta y cada cierto tiempo se presentan en el cielo de Marte como mudos testigos del afán escudriñador del ser humano. Hace dos años, las cámaras del robot explorador de la NASA Spirit captaron una estela extraña en el firmamento marciano (figura 5). Pudo observarse cómo un veloz objeto atravesaba el cielo del planeta durante la corta exposición de la fotografía. Por supuesto hubo quien afirmó que nos encontrábamos ante una evidencia de la exploración de Marte por parte de extraterrestres, pero es más plausible y probable, una vez estudiada la órbita de los diversos ingenios espaciales terrestres que dan vueltas en torno al planeta rojo, considerar que en realidad se trata de la estela dejada por la nave Viking 2. Pero el caso no está aún cerrado por completo, y bien podría tratarse también de asteroides o pequeños meteoritos.

Figura 5: el 'OVNI' de Marte, observado por el robot Spirit en marzo de 2004. Lo más probable, sin embargo, no es que se trate de una nave extraterrestre sino de la estela de la sonda Viking 2, en órbita en torno al planeta desde 1976. (NASA)

 

Durante la noche podríamos contemplar nuestro mundo, la Tierra, aunque sólo hacia el atardecer o el amanecer (como sucede con Venus y Mercurio vistos desde nuestro planeta, por ser planetas interiores). La Luna sería asimismo observable con un telescopio, y constituiría un espectáculo impresionante ver danzar la Luna, a lo largo de los días, en torno a la Tierra. De igual manera serían observables a simple vista con gran luminosidad los grandes planetas Júpiter y Saturno, aunque para Urano y Neptuno serían necesarios prismáticos. Los cinco planetas principales serían astros bastante brillantes. La Tierra, por ejemplo, podría observarse como un astro de magnitud -2 habitualmente, mucho más luminoso que Marte visto desde nuestro planeta. El tono azulado de la Tierra sería único en todo el Sistema Solar. Por su parte, los cometas y asteroides también podrían observarse con detalle, y las trazas de los meteoros serían igual de bellas que cuando las contemplamos desde la Tierra.

Marte no tiene luna, al menos no tan espectacular como la nuestra. En su lugar, le orbitan un par de pedruscos de tamaño de unos pocos kilómetros, que son como diminutas pepitas en torno a un melón. En el cielo estas dos lunas, Fobos y Deimos, (que pueden considerase como asteroides capturados, más que como satélites auténticos) serían observables de un modo peculiar. Muestran siempre su mismo hemisferio al planeta, y Fobos en concreto, al estar más cerca del planeta (unos 6.000 kilómetros), tiene un periodo orbital menor que el de la rotación de Marte. Es decir, Fobos aparece y desaparece más de una vez al día en el cielo marciano. Los hipotéticos residentes futuros en Marte podrían observar a Fobos saliendo por el oeste y ocultándose por el este hasta tres veces en un mismo día. Sería realmente útil como reloj natural marciano.

Deimos está más lejos que Fobos (alrededor de 20.000 kilómetros), y atraviesa el cielo del planeta más lentamente. De hecho, sería bien visible durante más de dos días consecutivos, y junto con su compañera formarían una pareja de baile bastante graciosa, con Deimos paseándose tranquilo por el cielo de Marte y el rápido Fobos adelantándose sin cesar, como ansioso por llegar siempre antes al próximo horizonte. Ambos serían astros muy brillantes, siempre más luminosos que Sirio.
Puede resultar normal tener días y noches en Marte, y poder observar diferentes cosas en el cielo dependiendo de la hora en que observemos. Y nos resulta normal porque es lo que sucede en la Tierra. En Marte las cosas son parecidas, pero si examinamos el Sistema Solar, nos daremos cuenta enseguida de lo profundamente insólito que es poder tener un cielo que muestre las maravillas del cosmos. O bien hay mundos que no tienen atmósfera, y no existen los días como tales (en Mercurio y la Luna, por ejemplo), o bien sus atmósferas son tan voluminosas y densas que impiden también distinguir bien entre día y noche (como en Venus, en los gigantes gaseosos y en lunas como Titán). En un caso todo lo visible es el firmamento estrellado, pero sin la belleza de los atardeceres ni de los días luminosos, todo pura oscuridad y estrellas. En el otro, no hay nada más que nubes y más nubes, allí no existen los días ni las noches, solo un perpetuo manto nuboso. El cielo de Marte es mucho más variado y cromático, como hemos visto, mucho más cercano a lo que estamos habituados.

En la Tierra disfrutamos por tanto de un acontecimiento excepcional y maravilloso, único vayamos donde vayamos a lo largo y ancho del reino del Sol. Algo tan sencillo como los crepúsculos o la compañía de nuestra Luna cada noche desde el inicio de los tiempos debería ser un privilegio para todos los seres humanos que vivimos en este planeta. En cierta manera, gracias a poder ver el cielo somos humanos.

 

Figura 6: un atardecer en Marte. El Sol se pone lentamente sobre las suaves colinas de Ares Vallis, el lugar donde aterrizó la sonda Mars Pathfinder en 1997. (NASA-JPL)

 

- Bibliografía:

- Cielos de otros mundos, E. Esteban Peñalba, Astronomía, nº 54, diciembre de 2003, págs. 22-29.
- Cielos exóticos, P. Arranz y J. Solís, Equipo Sirius, Madrid, 1994.
- Un punto azul pálido, C. Sagan, Planeta, Barcelona, 1995.